
El año 2025 ha quedado marcado por una ofensiva oscurantista de una magnitud inquietante. No se trata de episodios aislados ni de excentricidades retóricas, sino de una estrategia política sostenida que tiene como objetivo erosionar el conocimiento, desacreditar la investigación y debilitar uno de los pilares centrales de las democracias contemporáneas: la capacidad colectiva de distinguir hechos probados de propaganda basada en desinformación. Desde el 20 de enero, con el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, los ataques contra el saber académico y la ciencia han alcanzado un nivel sin precedentes en la historia reciente. Nunca el dirigente de la principal potencia mundial había difundido desinformación de forma tan sistemática y a tan gran escala. Nunca tampoco había mostrado un desprecio tan explícito hacia las investigaciones universitarias que no se alinean con sus intereses políticos y económicos. Más informaciónEn este Estados Unidos de espectáculo permanente, ruido mediático y propaganda, la ignorancia y la mentira se exhiben sin pudor. Una realidad científicamente establecida como el calentamiento global es degradada a la categoría de “la mayor estafa jamás perpetrada”. Una vacuna histórica como la del sarampión pasa a presentarse como una amenaza para la salud pública. Cientos de palabras —“diversidad”, “género”, “racismo”, “segregación”— desaparecen de documentos oficiales y de proyectos de investigación. Al mismo tiempo, los presupuestos de universidades y grandes organismos científicos sufren recortes drásticos. Esta embestida no es anecdótica ni exclusivamente estadounidense. Funciona como un potente amplificador global. Los ataques de Trump contra la ciencia alimentan a las fuerzas reaccionarias de todo el planeta, con la extrema derecha y algunas derechas aparentemente menos extremas a la cabeza. El autoritarismo se nutre de la ignorancia, del confusionismo deliberado y de los prejuicios. Para estos movimientos, la libertad académica es un obstáculo para sus oscuros propósitos, la investigación crítica una amenaza y el pensamiento racional un enemigo a batir. La guerra contra la ciencia es, en realidad, una guerra contra la democracia, la racionalidad y el espíritu crítico. Al debilitar a quienes permiten distinguir hechos de simples opiniones, se erosiona el debate público y se socavan las bases de la justicia social. Sin conocimiento fiable no hay deliberación informada; sin deliberación, la democracia se convierte en un ritual vacío. Defender la ciencia es defender el derecho ciudadano a comprender el mundo para poder transformarlo. Frente a esta ofensiva, la comunidad científica no ha permanecido inmóvil. La respuesta se ha organizado. Creado en Estados Unidos en febrero, el movimiento Stand Up for Science se ha extendido rápidamente por todo el planeta, articulando redes de investigadores, médicos y docentes decididos a defender el conocimiento como bien público. En este contexto, cada descubrimiento, cada artículo publicado, cada clase impartida se convierte en un acto de resistencia frente a quienes quieren imponer el silencio, los dogmas y los intereses privados. La ciencia no es neutral, pero tampoco es partidista. Su fuerza reside precisamente en los métodos que permiten someter las afirmaciones a prueba, corregir errores y acumular conocimiento compartido. Por eso resulta tan peligrosa para quienes gobiernan desde la mentira. La desinformación no es un fallo del sistema: es una herramienta de poder. Desprestigiar la investigación, asfixiar presupuestariamente a las universidades y criminalizar ciertos campos de estudio forma parte de una misma lógica: limitar la capacidad social de cuestionar, comprender y resistir. En este contexto, defender la ciencia no es una cuestión corporativa ni un gesto elitista. No se trata de proteger privilegios académicos, sino de salvaguardar infraestructuras democráticas fundamentales. La investigación científica sostiene políticas de salud pública, sistemas educativos, respuestas al cambio climático y marcos regulatorios basados en evidencia. Cuando se ataca a la ciencia, se ataca directamente a la vida cotidiana de miles de millones de personas. En estas fechas, esta reflexión no pretende ser un mero ejercicio intelectual. Es una toma de posición. Frente al repliegue identitario, el desprecio por el conocimiento y la banalización de la mentira, reivindica la ciencia como un bien común y un pilar democrático irrenunciable. No hay neutralidad posible cuando se persigue a investigadores, se silencian conceptos y se desmantelan instituciones. Este no es un conflicto entre opiniones legítimas, sino entre el derecho a comprender el mundo y la voluntad de oscurecerlo. La ofensiva contra la ciencia no es una extravagancia ideológica ni una provocación pasajera: es una estrategia de poder con consecuencias muy concretas. Afecta a la salud, a la educación, al clima y a la calidad de nuestras democracias. Defender la investigación hoy es, más que nunca, una responsabilidad política. Ramon López de Mántaras Badia es profesor de investigación del Instituto de Investigación en Inteligencia Artificial (CSIC).
2025, un año de ofensiva contra la ciencia | Ciencia
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