En Science, Money, and Politics, Daniel Greenberg cuenta que durante las protestas universitarias contra la guerra de Vietnam de 1972, Nixon llamó enfurecido a su asesor científico Edward E. David para pedirle cortar toda ayuda federal al MIT. No le valió el argumento de que se trataba de una institución prestigiosa, ni lo que estaba logrando con esos recursos. Pero esto le hizo recapacitar: “Presidente, gran parte de la financiación es para programas tecnológicos críticos para la defensa nacional”.Conectemos esa historia con el impacto que las decisiones de Trump están teniendo para la ciencia en Estados Unidos y, en consecuencia, a escala global. Paneles de evaluación suspendidos, pagos congelados y el despido de miles de gestores de agencias científicas han generado una alarma internacional que la revista Nature valoraba, con dramatismo, en reciente editorial. La situación puede generar reacciones en cadena.En primer lugar, gripar el motor investigador del mundo ―EE.UU. produce un tercio de la ciencia excelente global― tendría consecuencias para el avance de la innovación en el país, pero también más allá de sus fronteras. En segundo lugar, la desafección y la falta de financiación podría empujar a muchos investigadores a salir del país, buscando en Europa un refugio seguro. Directivos del Consejo Europeo de Investigación y del Instituto Europeo de Tecnología, e incluso la propia comisaria de Ciencia, valoran ya “pasaportes especiales” e incentivos para su atracción, a la par que lamentan la situación e intentan no parecer ventajistas. Es difícil anticipar el impacto real ―muchas decisiones de Trump están judicializadas―, pero contamos con datos de los estudiantes universitarios internacionales que ofrecen un comparable. Algunos estudios cifran en 5-10% la disminución de matrículas en el primer mandato Trump; otros indican que su reelección puede estar teniendo un efecto disuasivo del 3-5% en el presente curso académico.Más informaciónPero hay una tercera consecuencia. Cuando esas políticas internas se combinan con la nueva agenda internacional de EE.UU. ―con la guerra comercial, el cierre de programas de cooperación y la nueva arquitectura de alianzas― emerge un escenario geoestratégico que conduce a esa nueva preocupación europea: la soberanía tecnológica. No en vano, la política de competitividad presentada a final de enero por la Comisión Europea conecta dos necesidades: cerrar la brecha de innovación con EE.UU. y China y reducir nuestras dependencias estratégicas. Pero este equilibrio plantea retos a la tradicional apertura de la UE, cuyo Programa Marco de I+D+i cuenta con 19 países asociados ―de Turquía a Canadá, pasando por Israel― que trabajan en proyectos compartidos y con igualdad de condiciones.Recordemos el lema del ex comisario de ciencia Carlos Moedas que inspiró el actual Horizonte Europa 2021-2027: Innovación abierta, ciencia abierta, abiertos al mundo. Qué lejos queda aquel optimismo. Y qué vértigo la reformulación que nos exige el eje Washington-Moscú: ciencia abierta sí, pero no tanto; innovación abierta a veces, y solo con las empresas comprometidas con la autonomía estratégica europea; abiertos al mundo quizá, pero solo con “nuestro mundo” ―con los aliados de Europa que, cada semana que pasa, parecen menos―.Tengo la impresión de que en el sistema español de I+D no estamos calibrando las consecuencias de esta nueva realidad. Como si nuestra actividad se desarrollara en un mundo intangible, el del conocimiento, ajeno a la política de bloques que parece emerger. Pero nuestro mundo se compone de realidades muy tangibles: visados de estudiantes e investigadores que pueden suspenderse, suministros y equipamientos científicos que pasan aduanas y pagan aranceles, patentes que se registran y licencian en países diversos, flujos de financiación y capital riesgo que cruzan fronteras, startups para las que es imprescindible tener una filial en Boston o San Francisco.Volvamos a Nixon y al MIT. No es casual que las órdenes ejecutivas de Trump afecten a agencias de I+D como NSF, NIH y EPA, pero no a las ARPA, las Advanced Research Projects Agencies dependientes del sistema de defensa y de inteligencia. Y esto plantea una última derivada que también debemos contemplar: la relevancia de las tecnologías duales en la construcción de autonomía estratégica. Hay una lectura evidente del binomio defensa-industria: los compromisos de inversión que España, como país OTAN, debe atender; la urgencia que nos impone la nueva situación mundial; y la posibilidad de aprovechar estas inversiones para construir capacidades industriales.Los informes Letta y Draghi y las políticas de la nueva Comisión Europea apuntan en esta dirección, pero destacan también el papel de las tecnológicas críticas para la seguridad. Y esa es una lectura más sutil. Porque que no basta solo con hablar de IA, tecnologías cuánticas y biotecnologías, por citar tres ejemplos; también hay que hacerlo de sistemas autónomos para aeronaves, criptografía cuántica para comunicaciones seguras y soluciones avanzadas de bioseguridad. En resumen, de tecnologías duales con interés civil y militar en las que debemos ganar autonomía a marchas forzadas y que, por ello, deberían estar en la estrategia española Deep Tech que prepara el ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades.“No tienes las cartas ahora”, le dijo Trump a Zelenski en el Despacho Oval. No queremos que la política, y menos aún la de ciencia e innovación, se convierta en un casino. Pero conviene empezar a preguntarnos qué cartas tenemos.Diego Moñux Chércoles es socio director de Science & Innovation Link Office y miembro del Consejo Asesor de Ciencia, Tecnología e Innovación

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