Las dos hijas adolescentes del hombre con el que está Dafne le regalaron un año por Reyes a su padre tres platos, uno para cada una y otro para él. Dafne quedó fuera. Virginia escuchó a las hijas de su pareja decirle a una de sus tías que ella “no era familia”. A Giovanna Castilho, el hijo del que fue su novio le decía “no eres mi mamá, pero eres mi mamita”. En la familia de Isabel con Fernando, con hijos e hijas de ambos de relaciones anteriores, “se llevan bien hasta” la madre de Isabel con la exsuegra de Fernando. La de Alicia siempre la quiso, pero su vida fue “un infierno”: en 1986, con 22 años, se hizo cargo hasta que cumplió los 35 de una niña de seis años y otro de año y medio de un hombre que siempre le hizo sentir que ella solo estaba ahí “para cargar con todo como una burra”. En la vida de Elena hay comidas “todos” los domingos: ella, su actual marido, sus respectivos ex con sus parejas, y la enorme tropa de descendencia de cada una de esas personas. La casuística de esas mujeres, y de más de otras 30 que han participado en este reportaje ―algunas pidieron hacerlo solo con su nombre―, es infinita. Pero las une algo: son madrastras. “Y el hilo conductor es el mismo: el peso de esa palabra, el estigma, incluso en los casos que parece que no está”, dice Aina Buforn, que creó junto a Berta Capdevila Ser Madrastras (un servicio de atención). Lo hicieron no solo porque ellas lo son, sino porque se dieron cuenta de lo “solas” que creen estar las que lo son en un mundo que todavía no se ha desprendido de la idea de familia tradicional, ni de los mandatos sociales sobre las malvadas madrastras y las santas madres. Carolina, madrastra de tres, repite en bucle “mamá buena, madrastra mala” que es lo que esos tres adolescentes, cuando aún no lo eran, llegaron diciendo del colegio un día “entre risitas” que a ella le costó un mes “parar y explicarles por qué es una chorrada cultural que sale de los cuentos pero le jode la vida a muchas”. Que “Disney ha hecho mucho daño” lo dicen casi todas. Beatriz Martínez, psiquiatra infantil y de adolescentes, cuenta que a su hija de cinco años no le gusta mucho la palabra madrastra, “la relaciona con Cenicienta”, e Inés Martí, su actual pareja y con la misma profesión, explica que cuando alguien le dice a la niña que ella es su madrastra la niña contesta que “sí, pero que Inés no le hace fregar el suelo”. Beatriz Martínez (izquierda) e Inés Martí en una imagen cedida por ellas.Sea como sea la circunstancia en la que una mujer llega a una familia, hay un aprendizaje social por el que, de alguna manera, supone una interferencia: puede ser que lo sienta ella misma o quienes están alrededor, pero ahí está, casi siempre. Capdevila y Buforn resumen cómo esto puede llegar a suponer “una violencia social más o menos agudizada” y cómo a casi todas las atraviesan las mismas situaciones. “Sentir que compites con la madre, o que socialmente te hacen competir, o no terminas de encontrar tu lugar, o no sabes cómo comportarte, o tienes miedo a ser rechazada, o se desconfía de ti o se cree que eres una interesada. Vas con la sensación de tener que demostrar algo, ganarte un lugar que de entrada no tienes, porque la maternidad tiene réditos sociales, ser madrastra no. Serlo es mucho más que convivir con los hijos de tu pareja, son todas estas situaciones que experimentas en cuanto empiezas esa relación”.¿Cuántas son? Imposible saberlo. Los datos del Instituto Nacional de Estadística recogen solo parte de la fotografía completa. En 2001, el INE sí publicó cifras específicas: “En el 3,6% de las 6,4 millones de parejas con hijos [232.863], algún hijo no es común. El porcentaje entre las parejas de hecho no formadas por dos solteros es diez veces mayor, el 33,8%”. Y añadía: “Es previsible que este indicador vaya en aumento de persistir el incremento de separaciones y divorcios que se viene observando”. Es, dice la socióloga Elvira Mondragón, “exactamente lo que ha pasado, y va a seguir pasando”. Mondragón, una de las pocas investigadoras españolas de este fenómeno demográfico, estima que son “cifras muy a la baja”, que hay alrededor de 340.000 parejas en esta situación, “el 8% de las parejas heterosexuales que tienen hijos”. Ese dato, en algunas aproximaciones sociológicas, sube hasta el 14%. Este tipo de familias ha existido siempre, “pero antes se formaban por cuestión de viudedad y ahora la mayoría es por divorcio o separación”, explica la investigadora. Y, por un lado, España ya se acerca a las tasas de divorcio europeas (entre el 50% y el 60%), y por otro las custodias son cada vez más compartidas, “en 2023 superaron por primera vez con el 48,4% a las otorgadas a las madres, el 47,8%”. Este tipo de familias ha existido siempre, ha cambiado la razón por la que se forman: antes se formaban por viudedad y ahora la mayoría es por divorcios y separaciones. Eso provoca una “duplicidad de figuras parentales, tanto de padrastros como de madrastras, que antes no existía”, y estas últimas “están asociadas a la figura principal de cuidado y establecimiento de reglas, por lo que se contraponen dos roles. El de la madre, muy definido, y el de la madrastra, que no lo tiene establecido ni tiene figuras previas a las que puedan acudir sobre qué papel desarrollar”, ahonda la socióloga. Rol indefinido, “pero expectativas enormes sobre ellas” que crecen si además esa convivencia es continua. “En mi investigación he visto que la inmensa mayoría están comprometidas, pero tampoco saben hasta qué punto pueden tomar determinadas decisiones, por ejemplo”. Se mueven en una especie de limbo social que, a la vez, las coloca muchas veces en la diana. Carmen, con 43 años y una pareja 17 años mayor con un hijo veinteañero, tiene “claro” que esa diana aparece “sobre todo cuando se es más joven y no se tienen hijos propios”. “O no nos preocupamos o acaparamos, o somos celosas o competimos por el amor o el tiempo”, dice ella, a la que no le pasó, pero vivió durante un tiempo con esa carga mental que produce el miedo a que esas ideas se “activaran” en el entorno de su pareja. Recuerda cómo al principio se ponía “muy nerviosa” con su hijo: “Porque quería agradarle, que no me sintiera como una intrusa, que me aceptara”. Cómo respondan o no los hijos e hijas a una persona nueva en su vida está relacionado con diversas variables, entre otras, cómo sean ellos mismos. Pero parte de esas reacciones, recuerdan Martínez y Martí, las psiquiatras infantiles que son madre y madrastra, no surgen de la nada. Ven en consulta a menudo cómo “tiene que ver con cuestiones que vienen de los adultos y que los arrastran a situaciones que nada tendrían que ver con ellos, como disputas o momentos de tensión”. A los hijos, dice Martínez, “hay que quererlos más de lo que pueda ocurrir con tu ex”. Ambas, que tienen una buena relación con el padre de la niña y con su nueva pareja, inciden en que, “aunque sean situaciones complejas, porque muchas veces lo son, cuando son sobre todo pequeños, por encima del contexto propio tienen que estar ellos. En su salud mental hay mucho de la gestión de padres y madres”.“Hablar y poner límites”Para Carmen, “está siendo un aprendizaje de respeto, límites, conexión y cariño maravilloso”, con el hijo de él, con la madre, y con su pareja. “Él se responsabiliza de la crianza y si yo puedo ayudar, lo hago. Si algo me roza o molesta, se lo digo para que él resuelva. Si el roce lo tiene él, intenta resolverlo sin que esté yo, para no generar situaciones incómodas, pero siempre nos lo comunicamos”.“Hablar mucho” es lo que comparten muchas como “clave” para que la nueva vida no sea un drama. Mireia Maya Cadena y su pareja empezaron cuando el hijo de él tenía apenas dos años y ella ya tenía dos, más mayores: “Hemos tenido que hablar mucho, acercar posturas. Después de casi seis años, somos una familia ensamblada, cada uno sabe dónde está su sitio, y estamos a una”. Mireia Mayas Cadena, fotografiada en Vallirana, el 2 de mayo de 2025.Gianluca BattistaOtras veces la posibilidad de hablar o no existe o no funciona. Pasó en la relación que tuvo Marta, una florista que ya ha cumplido los 40: “¿Lo más difícil para mí? Convivir con una persona en mi casa sobre la que no puedo decidir nada. Vale, yo no lo educo, es tu hijo, pero es una unidad familiar, tiene que haber unas normas. Yo estaba excluida y era un poco espectadora en mi propia casa”. En otras, como en la de Cristina, de 36, que no quería ni quiere tener hijos, el problema es en quién recae la responsabilidad de criar: “Él, hostelero, apenas la veía. Cuando venía la niña yo me encargaba, él se tiraba a jugar a la Play, o jugaba con ella, pero quien limpiaba, planchaba o decidía qué se ponía o no la niña recaía en mí”.Según diversos estudios entre cuatro y cinco años es la media para hacer encaje como familia. La de Vanessa Espín, dramaturga y directora, ya va por la década, ella tenía una hija mayor y otro hijo de la misma edad que su pareja que han creado “una relación de hermandad total”. ¿Para ella?, ella es una “persona más” que le cuida y le quiere: “A estos niños les llega mucho cariño, cuidado e información de diferentes maneras y personas. Pues qué suerte”. También de la otra madre, la expareja de la que es ahora su pareja: “Tenemos muy buena relación, nos vamos de vacaciones juntos, celebramos fin de año juntos, hablamos de lo que nos preocupa de los niños, hacemos cónclaves cuando hay problema gordos”. Vanessa Espín, fotografiada en su casa del centro de Madrid.Pablo MongeLa relación con las madres puede llegar a tener un enorme peso. En este sistema absolutamente patriarcal, dice Mondragón, “en el que la maternidad puede llegar a definir la identidad de las mujeres, la simple presencia de otra mujer puede hacer que la madre crea que se ve comprometida su propia identidad y su lugar”.Giovanna Castilho, tatuadora, con 22 años, cuidó desde el primer día al hijo de dos años y medio del hombre con el que empezó porque él y la madre del niño trabajaban fuera de casa. Intentó que saliera bien: “Apenas me mudé con ellos invité a la madre para un café. Le dije que no buscaba reemplazar a nadie y que me gustaría que fuera una cosa conjunta, un vínculo sano. No tuve buena relación con el marido de mi madre y no quería repetir nada de lo malo que ya conocía”. Pero no funcionó. La situación fue poniéndose cada vez más tensa hasta un día que el niño tuvo diarrea, se manchó entero, y por más que ella intentó despertar al padre para que lo bañara, “no quiso levantarse”. “Lo preparé todo con juguetes para hacerlo divertido porque a él no le gustaba bañarse y a partir de ese momento, él pedía que lo bañara yo. La madre dijo que iba a ir a la comisaría a poner una denuncia contra el padre, diciendo que él estaba permitiendo que otras personas tocaran al niño. Lo amo muchísimo y tenemos un vínculo relindo. Pero tuve que cortar esa relación, me estaba haciendo daño”. ¿Al lado opuesto? Erica Marcos. Una vasca que hace casi 20 años, cuando tenía 22, se fue a América Latina como becaria de cooperación internacional y acabó aterrizando en Perú donde se enamoró de un hombre 14 años mayor que ella con dos niñas de seis y diez años.Después de unos cuantos años de idas y venidas geográficas acabaron viviendo en Lima: “Cada dos fines de semana venían a nuestra casa y todo era pura fiesta y risas. ¿Pero qué fue lo que propició que todo esto pudiera darse? ¡Su mamá! Yvette es una persona extremadamente generosa e inteligente. Desde el primer minuto me acogió, me apoyo, me respaldó, y sobre todo nunca juzgó. Siempre hemos sido un soporte mutuo cuando lo hemos necesitado. Y ellas nos ven como dos personas a las que acudir cuando tienen un problema o alegría que compartir”. Ella avisó a Yvette de que estaba contando esta historia para este reportaje y ella le respondió con un largo email, que tenía entre otras estas palabras: “Yo era y soy feliz de que mis hijas tengan más personas buenas que las quieran y las apoyen. Para mí, tu presencia en sus vidas las ha enriquecido. Estaré siempre agradecida de que estés presente siempre en sus vidas”. Las relaciones, cualesquiera que sean, no son siempre fáciles. Pero en estas hay tal cantidad de añadidos sociales y culturales ―todos patriarcales―, que son aún más complejas. Inma Luna, actriz, con 61 ahora y con las últimas casi dos décadas como madrastra, cree que es necesario un ejercicio activo de abandono de los prejuicios: “No colocarte en ningún lugar estereotipado sobre cómo tienes que responder a ese rol. Creo que lo más sano, tanto para los niños como para nosotras, es actuar desde cómo tú eres”. Inma Luna, en Tenerife, este 2 de mayo de 2025.Miguel Velasco AlmendralPara ella no hubo nunca “nada forzado” en la relación, nunca se sintió ni extraña ni desplazada. Ese “niño tiene ahora ya 30 años” y su vínculo solo ha ido buceando a mayor profundidad. Eso que para Luna fue algo “natural” tuvo que ver con quién era ella, pero también con quién era su pareja, y quién era la madre de ese niño, y quién era el niño. Pero no siempre esas familias que la estadística y la sociología empezaron a llamar reconstituidas ―pero que a ninguna gusta esa palabra, “es una familia y ya”, dicen varias―, encajan de forma tan fluida. Uno de los objetivos de Capdevila y Buforn en Ser Madrastras es que ellas “adquieran la libertad de decidir cómo se posicionan, por encima de las expectativas y las opiniones del resto, y por encima de su propio miedo al rechazo. A veces es un proceso muy largo y que requiere apoyo y requiere red porque te está saltando un montón de mandatos”.Mondragón, en su artículo sociológico Familias reconstituidas: el cuestionamiento de los roles tradicionales parentales encarnados en las madres y las madrastras, escribe que “quizá solo modificando y ampliando el modelo de maternidad tradicional, incorporándole matices, dejemos de ver la figura de la madrastra como un modelo dañino, y demos cabida a nuevos modelos de maternidad que abandonen viejos requerimientos que siguen culpabilizando y agotando a tantas mujeres”.En Gritar, arder, sofocar las llamas. Ensayos sobre la verdad y el dolor, Leslie Jamison dedica un capítulo, Hija de un fantasma, a Lily, su hijastra. En él escribe: “Mi relación con Lily tampoco se parecía al relato que habíamos heredado de los cuentos de hadas ―una historia de crueldad y rebeldía―, ni se parecía siquiera al relato que había hecho suyo la cultura popular en la era del divorcio: el de la niña que desdeña a la madrastra, que la rechaza en favor de la madre auténtica, la madre de sangre y de útero. Nuestra historia no iba de rechazos, sino de una necesidad pura, instintiva y abrumadora. Yo jamás podría reemplazar a su mamá, pero me tenía aquí y ahora”.

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