Sacudido por un enfrentamiento con su padre religioso sobre el tema de su homosexualidad, mi paciente, en la sesión del día siguiente, me dice: “Ayer papá me llamó monstruo. ‘Eres un monstruo’, dijo. Vi la ira en sus ojos. Me pregunto, ¿qué es un monstruo?”. Esa noche, sus propios monstruos redoblaron el ataque en una pesadilla. La respuesta a su pregunta, improbable y compleja, ilustra la forma en la que lo monstruoso cuestiona nuestra visión del mundo, resalta su naturaleza fragmentaria y nos enfrenta a reconocer los fallos de nuestros sistemas de categorización. Lo monstruoso, según el padre, producto del rechazo y la homofobia, lleva a preguntarse quién es el monstruo: ¿el hijo repudiado o el padre que lo rechaza porque no se ajusta a su esquema? En el corazón de lo natural, el monstruo nos acosa en nuestra propia singularidad; plantea preguntas sobre nuestra identidad. Es la encarnación de la diferencia cuando llega a habitar entre nosotros.El supuesto monstruo en el imaginario colectivo se presenta de diversas formas. Una de ellas, en todos aquellos a los que otros llaman monstruos por no cumplir con su categoría mental de lo correcto. Como contraparte, el monstruo irrumpe como imagen especular invertida de estas formas, en una versión deshumanizada, demonizada de grupos históricamente marginados, constituida por quienes no se identifican con ellos y se consideran los “normales”, los únicos humanos o ciudadanos legítimos.La historia nos muestra que los monstruos son existencias fundadas en la exclusión, de hecho, en la cultura medieval marcaban fronteras geográficas en los mapas del mundo, o anatómicas, desdibujando así las líneas entre lo humano y lo animal. El atractivo de un encuentro potencial con estas bestias fue probablemente una de las fuerzas impulsoras detrás de muchas expediciones. Pero también se les atribuía una intención radicalmente opuesta: en los mapamundis marcaban los límites de lo conocido, con el propósito de disuadir a los navegantes de adentrarse en terra ignota —hic sunt dracones—. San Isidoro de Sevilla remontó la palabra monstruo al latín monere, “advertir”, y sugirió que los monstruos eran una advertencia de Dios contra la desviación. Por su parte, san Agustín asoció el término con monstrare, “mostrar”, y declaró que los monstruos debían ser demostraciones de los poderes divinos, identificándolos como partes necesarias del orden natural. Esta dualidad de ser a la vez repulsiva y atractiva parece ser un aspecto inherente a la naturaleza misma de la monstruosidad.Georges Canguilhem, profesor de Historia y Filosofía de la Ciencia en la Sorbona, en el artículo La monstruosidad y lo monstruoso publicado en 1962, propone que la monstruosidad no es simplemente una desviación de la norma, sino una manifestación de la precariedad inherente a la vida. Según él, el monstruo es la entidad que, por su propia existencia, cuestiona y pervierte el orden establecido de la vida, desafiándola; revela la fragilidad de la naturaleza, pero, sobre todo, la fragilidad de los seres humanos, porque estamos sujetos a reglas que se nos escapan radicalmente. Para Canguilhem, la existencia de los monstruos pone en tela de juicio el poder de la vida para enseñarnos el orden, y lo hace de inmediato, por muy antigua que sea nuestra confianza, “por mucho que nos hayamos acostumbrado a ver florecer rosas en rosales, renacuajos que se convierten en ranas, yeguas que amamantan potros y, en general, lo semejante engendra lo semejante”. El monstruo sería “un orden distinto del más probable”.¿Cómo descifrar la relevancia oculta de los monstruos ahora que estamos siendo bombardeados con una serie de fenómenos “monstruosos” las 24 horas al día hasta normalizar lo aberrante? Desde brutales guerras internacionales hasta políticas internas basadas en la división y exclusión. Y, por supuesto, un puñado de líderes déspotas que representan una amenaza material muy real y ejemplifican lo que muchos consideramos verdaderos “monstruos” en carne y hueso, cuyas vejaciones han dado lugar al caos de las excepciones sin ley.Identificamos como monstruosos a individuos que transgreden los límites de los cuerpos, creencias o comportamientos, para dar a nuestras ideas abstractas y miedos una forma física. Pueden ser metáforas funcionales: los monstruos nos muestran hasta dónde podemos llegar antes de dejar de ser una cosa y de repente convertirnos en otra. El psicoanálisis ha sido especialmente receptivo a la idea de que el monstruo no marca simplemente una figura límite de la humanidad alienada o distorsionada que hay que superar, sino que también designa algo así como el horror en el núcleo de toda existencia humana, algo que también puede estar dentro de nosotros. Por tanto, podría definirse como un exceso terrorífico inherente al ser humano. David Dorenbaum es psiquiatra y psicoanalista.

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