Hace muchos años, al llegar a una nueva universidad como recién nombrado catedrático, di mi primera clase tan entusiasmado, que invertí casi una hora en una exposición interminable, como si recitara un monólogo de teatro. Cuando por fin paré a beber agua, descubrí que una estudiante me observaba con ojos desorbitados. Levantó la mano y dijo: “Profesor, ¿es normal que no pueda apuntar nada porque usted no hace ni una pausa para respirar?”. Quedé paralizado, víctima de mi propia pasión. Esa anécdota me hizo ver cómo muchos docentes, pese a ser investigadores de renombre, afrontamos la docencia sin la preparación necesaria ni el respaldo adecuado. Pensamos que basta con explicarnos bien. En la Universidad, el desequilibrio entre la atención que destinamos a la investigación y la docencia es palmario. Nadie niega la relevancia de las publicaciones científicas, ni de los avances en laboratorios, pero priorizar la producción investigadora ha llevado a desatender la actividad en el aula. Se asume, de forma equivocada, que quien investiga con rigor sabe enseñar con la misma solvencia. El resultado es que millones de estudiantes —en Iberoamérica se estima que hay más de 34 millones de universitarios, según datos de la OEI— encuentran no solo las clases poco estimulantes, sino que están convencidos de que no hay un interés real en que aprendan, solo en que escuchen. La situación se complica con los rankings, que apenas miden la calidad docenteParadójicamente, hace décadas que tenemos evidencias de que las metodologías de aprendizaje participativo impulsan mejores resultados académicos y reducen brechas socioeconómicas. Sin embargo, la presión por publicar deja poco tiempo para repensar estrategias docentes. Los académicos, que lo fiamos todo a la investigación, no tenemos tiempo para aprender nada de la investigación sobre la eficacia docente. La situación se complica con los rankings, que apenas miden la calidad docente y perpetúan un sistema de recompensas orientado casi exclusivamente a la investigación. Algunas instituciones, al obsesionarse con estos listados, centran sus esfuerzos en publicaciones y proyectos, dejando la docencia en un lugar secundario. Es paradójico que tantos estudiantes no vean reflejada su experiencia real en las valoraciones que encumbran a sus propias universidades. La tecnología eclosionó con la pandemia, imponiendo la enseñanza en línea sin preparación suficiente. Para muchos, fue un choque frontal con plataformas digitales y con la necesidad de hacer las clases atractivas a distancia. Se convirtieron en meras exposiciones por videoconferencia, sin interacción significativa. Ahora, la inteligencia artificial ofrece vías para personalizar y agilizar actividades, pero corre el riesgo de convertirse en otra herramienta subutilizada si las universidades no impulsan un cambio cultural que dé valor real a la formación de los docentes. Para lograr este cambio, son esenciales la formación pedagógica, los recursos institucionales y un sistema de evaluación que reconozca la labor docente con el mismo rigor que la investigadora. En primer lugar, los programas de doctorado deberían incorporar una sólida preparación didáctica, más allá de unos breves talleres. Muchos docentes jóvenes llegan al aula convencidos de que su docencia es el precio a pagar para una carrera investigadora; no por nada usamos la expresión de “carga docente”. En segundo lugar, se necesitan espacios de apoyo institucional, como centros de enseñanza y aprendizaje capaces de ofrecer asesoría y talleres en metodologías activas. Estos centros deben contar con respaldo real de las autoridades universitarias y recursos suficientes para no convertirse en meros adornos con discursos pedagógicos grandilocuentes que no resuelven los problemas cotidianos del docente. Por eso es importante que la formación pedagógica esté a cargo de pares docentes y no de consultores externos. Afortunadamente, cada vez más instituciones en Iberoamérica adoptan este enfoque, pero aún representan una minoría. Por último, resulta imprescindible revisar la evaluación del profesorado. No se trata de castigar a quien investiga, sino de equilibrar la balanza. Hay que establecer mecanismos que valoren el impacto de las estrategias docentes y premien a quienes innoven y obtengan buenos resultados de aprendizaje. Desde la observación en el aula hasta la retroalimentación continua de los estudiantes, pasando por portafolios donde el docente documente sus prácticas, existen múltiples métodos para medir y mejorar la calidad de la enseñanza. Si todo esto contara en la promoción y el reconocimiento académico tanto como las publicaciones, se daría un paso decisivo hacia la excelencia docente. Al evocar mi propia anécdota, recuerdo el silencio estupefacto de los alumnos y mi ataque de vergüenza. Ese incidente resume la cultura que se ha instalado en muchas universidades, donde se prima la transmisión unidireccional del conocimiento por encima de la interacción y el aprendizaje orientado al desarrollo de competencias basadas en conocimientos punteros. Lo cierto es que necesitamos profesionales capaces de enseñar con la misma pasión con la que investigan, y que escuchen a los estudiantes tanto como escuchan a sus colegas de laboratorio. Apostar por la calidad docente refuerza, en lugar de debilitar, la misión esencial de la educación superior. El desafío consiste en sacudir estructuras y prioridades, y atreverse a invertir de verdad en la docencia. En ocasiones, basta un simple instante —como ese en el que te quedas sin aire mientras hablas— para comprender que el objetivo principal no es abarrotar a los estudiantes de datos, sino despertar en ellos la pasión por aprender. Esa chispa es la que impulsa una formación universitaria de calidad y da sentido a la misión de cualquier institución de educación superior. Francesc Pedró es director del Instituto internacional de la UNESCO para la Educación Superior (UNESCO IESALC) y miembro del Consejo Asesor de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI).

Cuando el profesor se queda sin aire | Educación
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