Dos festivales que, sobre el papel, no tienen absolutamente nada que ver han coincidido este año en la elección del motor conceptual de sus propuestas: la transformación. Por un lado, el Bachfest celebrado el mes pasado en Leipzig exploró cómo Bach varió incesantemente sus obras, convirtiendo, por ejemplo, con frecuencia músicas profanas en sacras, introduciendo sucesivas modificaciones en partituras ya concluidas e interpretadas o haciendo suyas ―como método de aprendizaje y como testimonio de admiración― partituras de otros compositores que, tras ser remozadas por su mano, pasaban a ser diferentes, además de mostrar numerosos ejemplos de cómo muchos creadores hicieron luego lo propio con las composiciones de Bach tras su muerte. En Aix-en-Provence, en cambio, las metamorfosis han presentado otro cariz: montajes líricos que revelan las diversas reencarnaciones y nacimientos de Siddhartha Gautama antes de devenir en Buda, la lenta mutación de Louise ―la protagonista de la ópera homónima de Gustave Charpentier―, los cambios que experimentan los miembros de la tripulación de un barco con la llegada del apuesto y bondadoso Billy Budd, la figura “proteiforme” (el difunto Pierre Audi, director del festival, dixit) de Don Juan o la transformación de la ninfa Calisto en la constelación de la Osa Mayor, llamada a ascender en la noche del lunes desde el Théâtre de l’Archevêché hasta el cielo estrellado de Provenza.Más informaciónAudi dejó escrito que la edición de este año del festival nacía “bajo el signo de la mutabilidad ineluctable de todas las cosas y de la perpetua reinvención del yo”. Tras su muerte prematura, sus palabras resuenan aún con más fuerza: “Aunque las obras programadas este año muestren con una clara constancia la violencia destructora del deseo contra el objeto de deseo, aunque hagan atravesar esa zona brumosa en la que la humanidad puede perder sus puntos de referencia más fundamentales, indican también, sin embargo, a los más vulnerables el cielo estrellado de una posible emancipación. El arte se convierte entonces con frecuencia en el viático cuando enseña la compasión y la solidaridad”. Es obligado referirse de nuevo a la idea de festival concebido no como un contenedor de lo que dejan caer en él a troche y moche las agencias (el modelo predominante en nuestro país), sino como una propuesta intelectualmente sólida, coherente y novedosa.Ganavya Doraiswamy y los instrumentistas, sentados en el suelo, interaccionan con las inflexiones espontáneas del canto de Aruna Sairam (derecha).Ruth WalzLas dos palabras ―compasión y solidaridad― que cerraban la cita de Pierre Audi, recordado y homenajeado por amigos, familia y artistas el domingo por la mañana en el Grand Théâtre de Provence, tienen una gran relevancia en el espectáculo que el festival mostró el domingo por la tarde en el LUMA, el gigantesco espacio consagrado en Arles a la innovación artística por la coleccionista y mecenas suiza Maja Hoffmann. Fue en uno de sus talleres (enormes naves dedicadas originalmente a la reparación de locomotoras) donde asistimos a lo que se publicitaba como una “ópera de cámara”. Sin embargo, lo que se vio dista mucho de serlo, salvo que queremos dar por buena, claro está, la tautología de que “una ópera es todo aquello a lo que decidimos llamar ópera”.El espectáculo es un diálogo intercultural, un género muy querido para Pierre Audi, un libanés criado y en activo profesionalmente en Europa: e, ironías del destino, fallecido este año en China. Dos destacadas representantes del canto carnático del sur de la India (Ganavya Doraiswamy y Aruna Sairam), cinco instrumentistas (cuatro occidentales y un percusionista tradicional indio), con manipulación electrónica en vivo de un integrante del Ircam parisiense (Augustin Muller) improvisan o tocan la música compuesta por la israelí Sivan Eldar al tiempo que van proyectándose iluminados sobre una gran tela cuadros de la artista plástica Julie Mehretu y una voz en off resume el argumento del jataka de la cierva dorada, aquí rebautizada como La cierva de las nueve joyas. Todos cumplen muy bien con su cometido, todos se abrazan por parejas al final como si salieran de un largo trance y el público abandona ya de noche el hangar y se pasea por los maravillosos jardines del LUMA como si hubiera asistido a un ritual que buscaba la máxima comunión espiritual entre todos los asistentes.La violonchelista Sonia Wieder-Atherton toca en solitario en uno de los números que integran el espectáculo La cierva de las nueve joyas.Ruth WalzPero música, textos muy sucintos y una mínima puesta en escena (firmada por Peter Sellars) no conforman necesariamente una ópera. Se trata más bien de un encuentroecuménico, espiritual, en el que es imposible no admirar a la violinista y violista Nurit Stark, cuyos agudísimos armónicos abren el espectáculo en la más absoluta oscuridad; a la violonchelista Sonia Wieder-Atherton, la única en recurrir a la partitura y el atril convencionales; al saxofonista Hayden Chisholm, un improvisador nato; al joven percusionista indio Rajna Swaminathan, un auténtico virtuoso; o, por supuesto, a las dos extraordinarias cantantes indias que llevan gran parte del peso del espectáculo. Pero en Aix-en-Provence saben mucho de ópera contemporánea y basta recordar Written on Skin y Picture a day like this, de George Benjamin, o Innocence, de Kaija Saariaho, todas estrenadas aquí (y esta última le ha valido en gran medida este año al festival la concesión del Premio Birgit Nilsson, el mejor dotado económicamente en el mundo de la música clásica) para perfilar con precisión lo que sí puede ser llamado una ópera contemporánea. Peter Sellars y sus correligionarios firman más bien un happening cerrado sobre sí mismo de piezas musicales no siempre conexas y ensartadas por un halo común, como los collares que adornan el pecho del director estadounidense.Júpiter (Alex Rosen), travestido como Diana, y Calisto (Lauranne Oliva), observados por Juno (Anna Bonitatibus) y Mercurio (Dominic Sedgwick) en el segundo acto de la ópera ‘La Calisto’.MONIKA RITTERSHAUSEn un festival dedicado a mostrar las múltiples caras de la transformación, no podían dejar de asomar las Metamorfosis de Ovidio, uno de los libros más influyentes de la literatura de la Antigüedad clásica, con su defensa de que “no hay nada estable en el universo; todo pasa, todas las formas no están hechas más que para ir y venir”. Inspirándose libremente en el relato de la seducción de la ninfa Calisto por parte de Júpiter, Giovanni Faustini creó para Francesco Cavalli un libreto de gran altura literaria y sólida arquitectura dramatúrgica que comienza, como era habitual en muchas óperas del siglo XVII, con un Prólogo alegórico. En él, Natura, Destino y Eternidad acaban proclamando –y augurando– el ascenso de la ninfa Calisto a las estrellas: su “Calisto a le stelle” se consuma en el tercer acto, cuando Júpiter le enseña en el Empíreo “le stelle più belle”. Ya en el libreto impreso de 1651, en su Delucidazione della Favola, donde resume y explica la trama de su obra, Faustini se refiere a Júpiter como el “padre transmigrado” de Calisto que decide “elevarla a las estrellas”.La neerlandesa Jetske Mijnssen, sin embargo, nos muestra en su montaje a los tres personajes alegóricos del Prólogo vestidos de negro y en pleno duelo en torno a un féretro cerrado. Su sentido lo comprendemos únicamente al final mismo de la ópera, cuando se produce asimismo otra conexión ―transformada― en forma de augurio-cumplimiento o alfa-omega respecto de la del original. Faustini había convertido a su vez lo que Ovidio presenta claramente como una violación en una seducción consentida de Calisto ante un Júpiter transmutado falsamente en Diana. En la cuarta escena del tercer acto, la ninfa parece aceptar igualmente la segunda transformación del dios, al que llama “re dell’Universo”, que ya ha recuperado su aspecto real y se revela ahora como un dios noble y magnánimo.Endimione (Paul-Antoine Bénos-Djian), tumbado en el suelo, junto a su amada Diana (Giuseppina Bridelli).MONIKA RITTERSHAUSMijnssen, sin embargo, no ha olvidado el cruel engaño del primer acto cometido contra una congénere y la consecuencia inesperada es que Calisto atraviesa con una aguja del pelo el corazón del dios, que cae al suelo y se desangra mientras suena más extensamente ―y no por casualidad, por supuesto― la misma música instrumental que habíamos escuchado justo al final del Prólogo: el extraordinario Passacaglio que cierra Per ogni sorte di strumento musicale diversi generi di sonate, da chiesa, e da camera, el opus ultimum de Biagio Marini, coetáneo exacto de Cavalli y activo al igual que él (como violinista) en la basílica de San Marcos de Venecia, donde se publicó esta colección instrumental en 1655, cuatro años después del estreno de La Calisto en el Teatro S. Apollinare de la Serenissima. Un vestido negro de Calisto tachonado de estrellas es el único símbolo visible de su transformación (al igual que, un poco antes, una saca marrón y un pelo desgreñado eran el testimonio visual de su conversión en oso), eclipsada por completo por la muerte del dios.No es esta la única adición que Sébastian Daucé, un gran especialista en el repertorio barroco del siglo XVII, y que ha demostrado poseer una sensibilidad especial para la música vocal, incorpora a su propia edición de La Calisto, rechazando valerse de las dos existentes: la de Jennifer Williams Brown para A-R Editions y la del musicólogo español Álvaro Torrente para la prestigiosa editorial Bärenreiter (que fue la utilizada cuando se representó la ópera en el Teatro Real en 2019). La única copia manuscrita que se ha conservado, de la mano en su mayor parte de la mujer del compositor, Maria Sozomeno, parte de la esencial colección Contarini hoy depositada en la Biblioteca Marciana de Venecia, contiene claras omisiones y deja en el aire la pregunta de si su escuetísima instrumentación debe ser completada. Daucé tiene clarísimo que sí, especialmente si la ópera se representa, como ha sido el caso en Aix-en-Provence el lunes por la noche, en un teatro al aire libre. En el foso del Archevêché, el Ensemble Correspondances lucía una nutridísima plantilla instrumental para dar vida a una escritura instrumental mayoritariamente a cinco voces, con dos grupos de continuo a ambos lados del director, que incluían sendas arpas, claves (uno de ellos alternando con órgano), violonchelos y tiorbas, además de diez violines, cuatro violas y tres violas da gamba (Daucé incorpora dos partes independientes para viola, como era habitual en la música instrumental veneciana del siglo XVII), dos cornetas, tres sacabuches y percusión (utilizada, por fortuna, con extrema moderación). Fue, por tanto, una Calisto muy afrancesadamente italiana (Cavalli estuvo también en activo en París) y, a buen seguro, muy alejada en sus sonoridades de la que conocieron los venecianos en su estreno.Calisto (Lauranne Oliva) besa a Júpiter (Alex Rosen), que se ha hecho pasar por Diana, observada por un sonriente Mercurio (Dominic Sedgwick).MONIKA RITTERSHAUSPara completar lagunas de la única fuente manuscrita de la ópera, Daucé incorpora músicas del propio Cavalli (de su ópera Ercole amante, también inspirada en las Metamorfosis de Ovidio) y de compositores contemporáneos, todos conectados de una manera u otra con Venecia, no sólo en los balli finales de acto (cuya música no se ha conservado ni se conoce), sino también en otros momentos en los que están siempre al servicio de una necesidad dramatúrgica. Es el caso, por ejemplo, de una sonata de Giovanni Giacomo Arrigoni que suena justo después del intermedio del espectáculo, que ha decidido situarse entre las escenas cuarta y quinta del segundo acto de la ópera. En el baile de los osos (un nuevo gesto premonitorio) que pone fin al primer acto suenan una corrente y un balletto de Giovanni Legrenzi, otro veneciano de adopción; en el ballo final de sátiros y ninfas al final del segundo acto escuchamos una sonata de Tarquinio Merula (de su op. 12, impresa en Venecia en 1637); el acto segundo se abre con la Sinfonia nona de la op. 12 de “Salamon Rossi Hebreo” (como leemos en la portada de la edición veneciana de 1623), mientras que en la transformación de Calisto en osa por parte de la airada Juno se toca el movimiento lento de una sonata de Giovanni Valentini. Además, claro, del ya citado Passacaglio de Biagio Marini, por supuesto, anudando así el eje de la trama a ambos lados de la ópera. Las piezas elegidas podrían haber sido muchas otras, por supuesto, pero estas encajan a la perfección tanto cronológica como estilísticamente.El afrancesamiento de la traducción sonora de Daucé encuentra su correlato escénico en la depuradísima propuesta de Jetske Mijnssen, que se vale de un escenario único, un gran salón de paredes altas revestido enteramente de madera, con dos puertas a izquierda y derecha, y una más en el centro de un añadido semicircular que, al girar 180 grados, nos revela un aspecto cóncavo o convexo, creando o eliminando con ello un espacio adicional. Un vestuario dieciochesco, unificado para todos los personajes (mortales y dioses), y el inteligentísimo uso de las puertas para las constantes entradas y salidas de los personajes, nos trasladan al mundo de Les Liaisons dangereuses, la novela de Pierre Choderlos de Laclos, y su encadenamiento de seducciones, equívocos y engaños. Sin apenas atrezo (una cama al comienzo sustituyendo a un puñado de sillas en el tercer acto, y muy poco más), Mijnssen fía gran parte de su propuesta al minucioso trabajo actoral de sus cantantes, despojando su puesta en escena de cualquier elemento que pueda perturbar o emborronar el curso de la acción. Con ello nos está lanzando, además, un claro mensaje: con un texto y una música tan extraordinarios, lo único que hay que hacer es dejar que nos lleguen con claridad, sin burdas interferencias. Confía en ellos y en su potencia teatral, que se revela irresistible, y traduce asimismo con buen instinto los momentos humorísticos, desdeñados por completo el viernes por Robert Icke en su montaje de Don Giovanni, que despojó por completo de su epíteto al dramma giocoso de Mozart y Da Ponte.Calisto (Lauranne Oliva) tras haber sido transformada en osa por Juno (Anna Bonitatibus) en el tercer acto de ‘La Calisto’ el domingo por la noche en el Théâtre de l’Archevêché de Aix-en-Provence.MONIKA RITTERSHAUSAdmirablemente dirigidos por Mijnssen, lo que Pierre Audi llamó un “areópago de jóvenes artistas”, varios de ellos formados en la Academia del Festival d’Aix-en-Provence, mantienen en todo el momento el interés del espectador, aunque el vestuario homogéneo y la escenografía única no pusieron nada fácil saber quién era quién a los espectadores no familiarizados con la trama de La Calisto. La jovencísima Lauranne Oliva, que encarna a la ninfa, apuntó maneras de cantante de enorme madurez llamada a hacer una gran carrera y, a su lado, Alex Rosen fue un Júpiter capaz de dominar todos los registros dramáticos y cómicos, con un falsete de alta escuela cuando se traviste como Diana. Paul-Antoine Bénos-Djian hizo una auténtica creación del wertheriano Endimione, bien secundado por la Diana de Giuseppina Bridelli, quizá la menos expresiva del grupo. Anna Bonitatibus ya es cantante curtida en mil batallas y brilló con fuerza en su gran escena tercera del último acto. Aunque es más que discutible que el personaje de Linfea deba ser cantado por un tenor travestido y no por una soprano, el gran Zachary Wilder engrandeció el personaje con una línea de canto y una actuación inmejorables. David Portillo dejó también una interpretación inolvidable de “Numi selvatici” (donde el talento dramático de Cavalli brilla con especial intensidad) para el recuerdo y Théo Imart compuso un Satirino infinitamente más contenido y mejor cantado que el clásico e irremediablemente exagerado de Dominique Visse. Todos formaron un bloque compacto, aplaudidísimo por el público al final, como también lo fueron –con toda justicia– tanto Sébastian Daucé como sus músicos y el equipo escénico al completo, en el que son merecedoras de mención especial la iluminación casi virtuosística de Matthew Richardson y la coreografía, con delicadas gotas humorísticas, de Dustin Klein.Si la huelga de controladores aéreos franceses había puesto muy difícil el pasado viernes poder llegar a tiempo a la inauguración del festival, un violento incendio azuzado por el mistral en las proximidades del aeropuerto de Marsella el martes por la mañana impidió por completo que pudieran aterrizar o despegar aviones durante casi doce horas. Viendo las inmensas columnas de humo, las llamas y los árboles calcinados era imposible no pensar en la “selva arida” en que Faustini sitúa el comienzo del primer acto de La Calisto, que comienza con estos versos: “Las llamas del fuego /de los rayos no han fundido / los zafiros de las esferas; cada orbe permanece intacto. / Pero el hemisferio inferior / se abrasa con vapores calientes aún ardientes; / la languideciente tierra, / con miles y miles de bocas / febriles, solicita auxilio desde lo alto; / abandonados sus cursos, / los ríos se han encerrado en sus tumbas. / Los prados calcinados / envían al cielo humo y gases; / y los bosques, despojados de flores y hojas, / apenas pueden sobrevivir”. El arte imita a la vida; y las transformaciones no siempre son necesariamente para bien.

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