Cuando el dueño de Amazon anunció su compromiso con Lauren Sánchez y los que aún se escandalizan cuando ven un rostro y un cuerpo femeninos deshumanizados por la cirugía expresaron su incomodidad con el canon de belleza de su futura esposa trofeo, un comentario al vuelo en alguna red social se me quedó larvado en el cerebro. “Déjales. No lo entenderían”. Era la respuesta de uno de esos usuarios cuyo perfil tufaba a bot (pongamos que hablo de juan23457; avatar, Pepe The Frog) en el que lo inquietante, sin embargo, era la insinuación de unas pulsiones perfectamente humanas: el deseo sexual y la atracción por lo prohibido. Juan Numeritos creía que solo él se daba cuenta de que en la cara y el cuerpo de Lauren Sánchez se subliman los atributos de una gran dama del porno contemporáneo, ese que él ve a escondidas. Lo de ser guardián del plutoarcano también es una fantasía, no sexual, sino poscapitalista: multitudes en red que no pueden verse (y por eso se consideran individuos elegidos) creen conocer las claves que manejan los multimillonarios del siglo XXI, en cuyo walhalla las mujeres no se quejan jamás porque son de goma. Es la misma ensoñación que ilusiona a los criptohermanos del mundo, miembros de una iglesia ultraindividualista obsesionada con el culto al cuerpo, en la que acabar perteneciendo al 1% les lleva a despreciar al 99 del que realmente forman parte. Se odian a sí mismos y eso sí lo tienen en común con los magnates de nuestro tiempo. A Bezos, por ejemplo, razones no le faltan: su empresa se dedica a destruir de forma sistemática y despiadada el comercio que un día redistribuyó riquezas, tejió nuestras ciudades y dio sentido a nuestra civilización. Ese por el que se fundó Venecia, la ciudad que escogió para casarse con el mismo criterio con el que pagó un viaje a la Luna a su prometida en nombre de un supuesto feminismo: para hacer una demostración repulsiva de poder. Y esto lo entiende cualquiera.

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