Los experimentos nunca estuvieron en el ADN de la Iglesia, mucho menos si están en juego asuntos como la muerte o el más allá. El fallecimiento de un papa es siempre un acontecimiento único. Pero su rito funerario, al margen de homilías más o menos escuetas, cuestiones meteorológicas o cifras de afluencia, podría llegar a ser un calco de otros. Francisco, sin embargo, en esa mezcla de austeridad e intuición para la sorpresa, marcó una pauta distinta antes de morir. Por primera vez en 125 años, sus restos descansarían fuera de la basílica de San Pedro. Es decir, en el exterior de los muros leoninos del Vaticano, al otro lado del río Tíber, en la basílica de Santa María la Mayor, en el centro de la ciudad de la que fue obispo durante su pontificado y en la que ha querido ser enterrado. Una búsqueda de normalidad, como sucedía tanto con él, transformada finalmente en el funeral más extraordinario que se recuerde de la historia papal.Francisco, siempre deseoso de mezclarse con los fieles y con los que no lo eran, se concedió este sábado, justo a las 10.26, cuando las campanas de San Pedro ya repicaban a duelo, el último baño de masas a bordo de un papamóvil —un regalo de uno de sus viajes “a Oriente”—. Aunque esta vez tuviera que hacerlo ya dentro de un ataúd. Su voluntad era salir del Vaticano, volver a estar entre la gente, como en sus años de párroco en las villas miseria argentinas. Pero su deseo se convirtió también en una suerte de última vuelta al ruedo —las autoridades hablaron de 150.000 personas en la calle— de un papa que nunca rehuyó los focos ni el contacto con la población. “Era un hombre del pueblo y el pueblo, fíjese bien, ha venido a despedirlo”, proclamaba la sarda Eugenia Marzi, una jubilada que se encontraba de vacaciones en Roma estos días, en el corso Vittorio Emmanuele II. El cortejo fúnebre del papa Francisco pasa por la Vía de los Foros Imperiales, en Roma. VINCENZO LIVIERI (REUTERS)El cortejo fúnebre recorrió luego seis kilómetros de la ciudad a una velocidad difícil de compaginar con el paso humano —o, al menos, el de este periodista—, dejando imágenes para la historia: su trayecto por la plaza de Venecia, por los Foros Imperiales y por el Coliseo, donde los leones se zampaban a los cristianos hace 2.000 años y donde también el Papa decidió celebrar el Vía Crucis en sus mejores tiempos de pontificado. A medida que el papamóvil se alejaba del Vaticano y se adentraba en barrios romanos más populares, como el multicultural Esquilino, al sur de la ciudad, aumentaban los fieles a un lado y otro de la calle y volaban las rosas que le lanzaba a su paso. “¡Francisco, te queremos!”, le gritaban los vecinos desde los balcones, como si fuera una estrella del pop.La comitiva subió por la vía Merulana, que conecta la basílica de San Juan de Letrán (la primera residencia papal antes de que el actual Vaticano y San Pedro fuesen construidos en el siglo XV). Las trattorias y las pizzerías, con el horno de leña ya ardiendo a esa hora, estaban llenas de gente viendo cómo la comitiva se acercaba el destino final del cortejo: la basílica de Santa María la Mayor, un templo profundamente vinculado con España y amado por Francisco.Con una rosa blanca en la manoEn la escalinata de la puerta, como el propio Papa dejó escrito, no le esperaban ya más jefes de Estado o grandes representantes de la cúpula eclesial. Los escogidos para recibirle fueron 40 personas que viven en ese mundo periférico al que Bergoglio intentó abrir la Iglesia en sus 12 años de pontificado: transexuales, inmigrantes. Seleccionados por la Conferencia Episcopal italiana, todos llevaban una rosa blanca en la mano, muy apreciadas por Bergoglio y vinculadas a su devoción mariana. Con todos ellos mantuvo contacto el Pontífice hasta el último día. El cortejo, conducido por dos guardias suizos en una insólita excursión extramuros también para ellos, se adentró en la basílica de Santa María la Mayor, dónde el Papa acudía regularmente a rezarle a la virgen Salus Populi Romani antes de cada viaje. También después de su salida del hospital hace menos de un mes, quizá intuyendo que podía estar cerca de comenzar el más importante de su vida.Feligreses con rosas blancas reciben el féretro del papa Francisco a las puertas de Santa María la Mayor, Roma. Alkis Konstantinidis (REUTERS)Unos niños llevaron luego al altar de la capilla cestas con flores blancas. El Papa iba luego a ser enterrado en una tumba “sencilla”, como él mismo dejó escrito, en el suelo y con una única inscripción: “Franciscus”, su nombre papal en latín. La sepultura se encuentra en la nave izquierda de la basílica, entre la capilla de la familia Sforza y la capilla Paulina, un gran espacio ricamente decorado, construido en el siglo XVII a instancias del papa Pablo V. En él se encuentran su tumba y la de Clemente VIII, así como el icono de la Salus Populi Romani.El cortejo se detuvo justo ante la pequeña capilla lateral donde se encuentra la imagen de la Virgen, para una última despedida antes de que Jorge Mario Bergoglio, un ciudadano argentino nacido en Buenos Aires el 17 de diciembre de 1936, emprendiera el viaje definitivo.Los portadores del féretro colocaron la cabeza del difunto pontífice mirando en dirección al cuadro de la Virgen, en señal de respeto. Y esa fue la última imagen que pudo verse antes de que la retransmisión del Vaticano se fundiese a negro definitivamente, tal y como lo hacía también, en ese momento, su particular papado.Antonino Siracusa, una ex sin hogar y ahora voluntario de San Egidio, sostiene una rosa blanca mientras espera la llegada de la comitiva fúnebre papal a Santa María la Mayor. Carlos Barria (REUTERS)

El último viaje en papamóvil del ciudadano Bergoglio | Internacional
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