EL PAÍS ofrece en abierto la sección América Futura por su aporte informativo diario y global sobre desarrollo sostenible. Si quieres apoyar nuestro periodismo, suscríbete aquí.Esther Rodríguez Huamán, de 85 años, llegó a Lima hace 43 años desde su natal Ayacucho, una región andina al sur de Perú afectada, en ese momento, por el conflicto armado interno. Como muchas otras familias, migró a la capital con su esposo y sus siete hijos, y se asentó en San Juan de Lurigancho, el distrito con mayor población de Lima: más de 1,2 millones de habitantes en 2024. El alcalde les cedió un terreno de tierra y piedra en la falda del cerro. Era completamente árido, tan distinto a su tierra: “Extrañaba mi huerta y estaba triste”, cuenta Rodríguez desde el lugar donde construyó su casa. Pero ese lugar hoy no se parece en nada a lo que era en 1982, cuando recién llegaron, porque en ese momento ella decidió poner el primer árbol. Y así fueron sembrando uno tras otro hasta convertirse en un área de 4.000 metros cuadrados completamente verdes y con más de 100 especies de árboles, una selva escondida, como la han llamado.Le dicen la selva escondida porque nada hace parecer que detrás de las paredes blancas y la reja negra de su casa se encuentra este espacio. Es necesario entrar, pasar la casa y subir unas escaleras para llegar. Solo en la entrada, ya se siente el arbolado: el olor, los ruidos de las hojas y, sobre todo, la frescura. Una baja de temperatura notable en el verano limeño, especialmente en un distrito que tiene 1,62 metros cuadrados de áreas verdes por habitante, cuando el promedio de Lima Metropolitana es de tres y algunos distritos con mayor poder adquisitivo superan los 10, según cifras de la Municipalidad de Lima al 2021. La Organización Mundial de la Salud recomienda al menos nueve por habitante.Al costado del primer árbol que sembró, uno que tiene el tronco más grueso que los otros por la edad, Esther Rodríguez cuenta que llegar de la sierra a una ciudad donde casi no llueve y los cerros son desérticos fue un golpe para ella. Así que, mientras sus hijos iban al colegio, comenzó a sembrar. “Temprano cocinaba y después subía al cerro. Amontonaba tierrita y ponía la planta. Llevaba agua en un balde por la mañana y tarde”, dice. “Comencé a poner abono y poner plantas. Lo hacía poco a poco, solita”, agrega. “Yo siempre decía que mientras viva, voy a plantar”.Esther Escobar Rodríguez en una de las partes más altas de la Selva escondida y la vista del distrito de San Juan de Lurigancho. Francesca RaffoTraía injertos desde Ayacucho y otras zonas de Perú, trabajaba la tierra, plantaba y regaba. Pese a las condiciones complejas del terreno, siempre supo que sus árboles crecerían, pero “nunca pensé que haría tanto”, dice. Sembrar en el cerro —un terreno empinado— es difícil. Para ello, Esther Rodríguez construyó andenes de piedra y tierra, unas estructuras agrícolas en forma de terraza en las laderas de las montañas, utilizados antiguamente por los Incas, para facilitar el cultivo en terrenos inclinados. Así, la siembra fue creciendo hacia arriba.Son sus hijos los que ahora han tomado el mando de la selva escondida. Por la edad, la madre ya no puede hacerlo. Esther y Herberth Escobar Rodríguez, de 55 y 59 años, respectivamente, se encargan de la administración y el cuidado de las plantas. Tienen árboles frutales, ornamentales y medicinales; hay naranja, lúcuma, mango, níspero, mandarina, olivo, toronja, guanábana y más. Plantas que nunca se imaginaron que crecerían con el clima limeño lo han hecho, como el café o el cacao, originarios de la selva. Sin embargo, otros lo hacen lentamente: “El pan de árbol, que crece en la selva, no creció bien porque necesita mucha humedad. Está creciendo, pero es chiquitito, lleva siete años”, cuenta Esther mientras pasea por el terreno.Gilberto Domínguez, investigador de la Universidad Nacional Agraria La Molina en Lima, especialista en ciencias forestales, explica que esta técnica de adaptación es conocida como huertos familiares en la selva. Este es un sistema agroforestal diversificado donde el agricultor siembra, alrededor de su casa, especies para su consumo. “Como está cerca a la casa, tiene un control permanente y, si no se adaptan, se van reemplazando. Es un trabajo de hormiga, pero una vez que prende, la planta es un sistema que puede funcionar sosteniblemente”, dice. Aunque, no necesariamente la calidad de los productos es la misma. Un árbol de plátanos en la Selva escondida.Francesca RaffoEl especialista sostiene que esta iniciativa es “muy interesante y particular”, ya que la siembra de árboles en Lima ―y en San Juan de Lurigancho― es “difícil por la disponibilidad de agua, sobre todo en los cerros donde las personas tienen dificultades de acceso al agua para el consumo. Agrega que, en Lima, “la precipitación es mínima, solo hay ciertas garúas en la época de invierno y no es una lluvia que abastece a los cultivos”.Para poder regar todo el terreno, los hermanos han tenido que construir dos pozos de agua, uno a media altura y otro en la zona más alta del cerro, porque el abastecimiento de agua llega únicamente a la parte más baja de la casa. Los pozos los llenan con una bomba eléctrica, aunque este mecanismo tiene un alto coste de electricidad, explican.La zona ha creado ya su propio ecosistema, los árboles han hecho que aves y mariposas aparezcan. Hace años, encontraron serpientes. El clima también cambia, dice Herberth: “Por las mismas plantas, a veces, cuando en otras zonas no llueve, acá hay una pequeña llovizna”. Esther añade la parte estética: “Las plantas le han dado belleza a este lugar. Era un lugar seco y feo, pero las plantas le ha dado belleza y frescura”.Los beneficios de los bosques urbanos van desde mejorar la calidad del aire hasta la salud mental de los vecinos, explica Patricia Atala, directora de conocimiento de Lima Cómo Vamos, institución que monitorea de forma permanente la calidad de vida y los espacios públicos de la ciudad. “Por más que sea una iniciativa privada, el beneficio lo reciben todos”, asegura. Permite la captura de carbono y contaminantes de aire, “especialmente en distritos con alta densidad poblacional, donde hay altos niveles de contaminación”, agrega. Además, contribuyen a reducir enfermedades respiratorias, estrés, ansiedad y temperaturas extremas.Herbert Escobar Rodríguez quien se encarga del cuidado de los árboles en la Selva escondida.Francesca RaffoFue recién seis meses antes de la pandemia que la familia decidió abrir el espacio al público cobrando un ingreso de seis soles por persona (1,40 euros). Esto les sirve para cubrir los gastos que tienen: electricidad, agua, personal, abono y fumigación o alimento para los animales, entre otros. Sin embargo, a los vecinos muchas veces los dejan ingresar gratis para que disfruten del espacio. Actualmente, la selva escondida está recomendada en el circuito turístico que recopila la municipalidad distrital.Quienes pasean por la selva escondida van ladeando los caminos del cerro y viendo todas las especies de árboles señaladas con su nombre común y científico. Además, Esther y Herberth han puesto puentes, casetas y zonas de descanso. En el terreno también hay animales como cuyes, gallinas, conejos, chivos y tortugas, por las cuales tienen una custodia temporal del Servicio Nacional Forestal y de Fauna Silvestre (Serfor), ya que son animales silvestres. Los residuos de los animales, además, los usan para abonar la tierra.Ahora que son los hijos quienes se encargan del cuidado de la vegetación, reconocen el trabajo que por años hizo su madre. Esther, quien también es profesora de biología y ciencias naturales en secundaria, cuenta: “Mi mamá era la única que hacía esto, era un sacrificio. Para nosotras era nuestro patio, veníamos a jugar, pero no éramos conscientes”.Hoy, Esther Rodríguez Huamán ya no puede subir hasta lo más arriba. Pero eso no significa que haya dejado sus plantas y sus flores: “Para mí las plantas significan maravilla”, dice. “Hasta que me muera estaré con mis plantas”. Vacila cuando se le consulta por sus favoritas, las rosas le gustan, pero sus preferidas son unas que ha sembrado y “florean en la puerta”. No recuerda el nombre, pero las ve cada día al entrar a su casa. Esther Rodríguez Huamán frente al primer árbol que sembró en su casa en San Juan de Lurigancho hace más de 40 años. Francesca Raffo

La familia que sembró una ‘selva’ con más de cien especies de árboles en un cerro árido de Lima | América Futura
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