A las siete de la mañana, la calle que rodea cuatro escuelas públicas en la Villa Panamericana, al sur de la Ciudad de México, ya huele a tamales, pan dulce y chilaquiles. Siete puestos ambulantes se instalan estratégicamente antes de que suene el timbre. Estudiantes que van desde los tres hasta los quince años hacen fila para comprar papitas, galletas, jugos y refrescos. Algunos lo comen ahí mismo. Otros lo guardan en la mochila para después. A las dos de la tarde, cuando termina la jornada escolar, la escena se repite, pero con el doble de oferta: hay alrededor de trece negocios que venden caramelos, algodones de azúcar, congeladas y todo tipo de frituras. Hasta hace una semana este paisaje era similar al interior durante el recreo. Pero desde el pasado 29 de marzo entró en vigor la estrategia nacional Vida saludable en las escuelas que prohíbe la venta de productos ultraprocesados en los planteles para combatir la crisis de obesidad infantil que vive el país. El reto, sin embargo, está fuera de las rejas.Las papas en bolsa, los chocolates y los refrescos se esfumaron de las llamadas cooperativas escolares para ser sustituidos por fruta, palomitas caseras y yogur natural. En redes sociales la medida fue recibida con memes y quejas. Estudiantes de secundaria, preparatoria y universidad compartieron TikToks en tono de burla: “Ya no tengo razones para venir a la escuela”, “¿No que un México sin hambre, Claudia?”, entre otros.En contraste, fuera de las redes sociales se mostraron de acuerdo con la estrategia cuando sus padres les preguntaron cómo percibieron el cambio durante esta primera semana. “No se ha quejado para nada”, dice a las puertas de la escuela Laura Cecilia Paz sobre su hija de 14 años que cursa el tercer grado de secundaria. Lo mismo relataron otras madres. Grisel Velasco, directora de la primaria Tlamatini, identifica que lo más difícil de asimilar entre sus alumnos ha sido reemplazar las bebidas azucaradas por agua natural. “Les cuesta tomar agua, están muy acostumbrados a tomar refresco o jugos y siguen trayéndolos a la escuela”, explica.El nutriólogo José Sánchez, de la Universidad Autónoma Metropolitana, considera que eliminar los ultraprocesados en las escuelas es una buena medida, pero advierte que debe ir acompañada de educación. “No se trata de alimentos buenos o malos, sino de porciones y combinaciones. Para lograr un equilibrio saludable, es necesario un trabajo desde casa que puede incentivarse con talleres en las escuelas. Los padres deben conocer el significado y las consecuencias de padecimientos como la diabetes, altos niveles de colesterol o triglicéridos”. Según datos de la Secretaría de Salud, más de 16 millones de niños y adolescentes mexicanos de cinco a 19 años tienen sobrepeso u obesidad. Esta realidad alcanza a todas las edades: tres de cada cuatro personas en el país enfrentan esta condición.Aunque la estrategia Vida saludable en las escuelas se aplica en más de 200.000 planteles del país en todos los niveles educativos, algunas instituciones privadas han conseguido ampararse para seguir vendiendo comida chatarra dentro de sus instalaciones. La presidenta Claudia Sheinbaum criticó públicamente esta medida, señalando que la salud de la infancia no debería estar sujeta a privilegios legales ni a excepciones económicas. La contradicción exhibe las desigualdades del sistema educativo: mientras en las escuelas públicas se impone la norma con rigor, en ciertos colegios privados persiste la venta sin consecuencias. La brecha alimentaria, como tantas otras, también se mide en clases sociales.Una niña compra dulces afuera de una escuela en Ciudad de México, en octubre de 2024.Emiliano MolinaEdith González, directora del turno matutino en la secundaria pública de Villa Panamericana, ha observado una baja drástica en las ventas dentro de las escuelas. En su plantel decidieron adelantarse a la normativa y hace un mes que prohibieron por completo la venta de comida chatarra en la cooperativa. Desde entonces las ganancias han caído un 50%. “El problema es que esos recursos se utilizan para mantenimiento: reparar baños, cambiar focos, arreglar fugas. Si ya no entra, ¿cómo vamos a sostener eso?”, señala.Por el contrario, en los comercios de afuera las ventas no han caído y los vendedores lo tienen claro: quienes más compran comida chatarra son los niños que no van acompañados por sus padres. Muchos de ellos llegan en transporte escolar y llevan dinero para gastar. “Hay muchas mamás solteras que trabajan turnos dobles, no tienen tiempo para preparar lunch y resuelven la comida dándoles dinero a sus hijos”, cuenta Karla Cruz, quien atiende el negocio familiar frente a una primaria desde hace 26 años. Cruz incluso ha creado un grupo de WhatsApp con madres que no pueden llevar a sus hijos para entregarles diariamente un almuerzo armado por ella: una torta o sándwich, fruta, jugo y el dulce de su elección. “Pero al final, si un niño tiene dinero, va a elegir siempre las chucherías”, asegura.La falta de tiempo y recursos es uno de los principales obstáculos para una buena alimentación, de acuerdo con Sánchez. La precariedad económica es un factor que dificulta el acceso a una buena nutrición, pues dentro o fuera de la escuela, la comida saludable suele ser más cara y difícil de conseguir que la chatarra.Los directivos de la secundaria han solicitado a la Alcaldía que retire los puestos de comida ubicados cerca de las escuelas. González aclara que no quiere perjudicar a quienes dependen de ese trabajo, pero sostiene que, si dentro de los planteles se cuida la alimentación, no tiene sentido que a unos metros los niños encuentren lo contrario. “De alguna forma tenemos que combatir el problema de la obesidad”, dice.Odilón Reyes tiene 45 años y los últimos 21 los ha pasado vendiendo dulces afuera de estas escuelas. Dice que ya es algo conocido entre los comerciantes: después de las vacaciones de Semana Santa, las autoridades les pedirán cerrar o modificar sus productos. Reyes, que es padre de dos, está de acuerdo con que los menores coman mejor, pero le preocupa el futuro del negocio que es el sustento de su familia. “Puedo cambiar de giro e intentar vender fruta picada o ensaladas, pero no sé nada de ese negocio. Tendría que investigar dónde surtir y adaptarme o simplemente cambiar de lugar”, se resigna.Mientras las prácticas de consumo no cambien desde los hogares, y las chucherías sigan esperándolos al otro lado de la reja, la batalla por cambiar los hábitos alimenticios será más compleja de lo que dicta un decreto.

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